jueves, 19 de julio de 2012

Capítulo 9. Irädne.

Dorgo se asomó por la ventanilla del carruaje. Pensaba en Eníe, siempre en Eníe.
Un carruaje había llegado a la mansión ese mismo día. Estaba de paso, transportando en él a dos viajeros más. Venían desde Órobor, aunque uno de ellos parecía ser risiano (procedente de Fuerte Risii) por sus rasgos duros y sus manos llenas de escamas. Era sin duda el porte de un pescador; el otro viajero era un rechoncho anciano que miraba a Dorgo de soslayo por encima de sus lentes. Él directamente ni siquiera los miraba demasiado. Perdió su mirada en la lejanía del paisaje cambiante que mostraba la ventanilla del carruaje. Eníe, la bella Eníe… Ni siquiera un paisaje primaveral como aquel, ni un cielo azul intenso como el de aquel día, podían distraerle demasiado.
-¿Vais vos a la Ciudad de las Luces? -preguntó el viajero de las lentes a Dorgo, rompiendo el silencio.
-No… -contestó él, sin mirarle siquiera-. Voy a… Un paraje sin importancia.
Y no mentía. El Conde le había dado al cochero órdenes de dejar a Dorgo cerca de un lugar remoto, una vieja villa abandonada en mitad de la nada. El Conde le había prometido que allí encontraría la entrada al otro mundo.
Ni siquiera había pensado ni tan solo un momento en su misión. Matar al Centinela… Sabía hacia dónde ir. El mapa que escondía bajo su capa aterciopelada era un secreto que guardar. Los viajeros que le acompañaban habrían oído hablar de aquel mundo siendo niños, como un cuento infantil o una vieja cancioncilla. Pero no podían imaginarse la envergadura de todo aquello. La importancia de la misión del viejo caballero de la Orden Divina, y el devenir de una…
-Guerra -continuó el hombre de las lentes-. Ya han empezado a llamar a filas a niños de los orfanatos desde la muerte del Rey… Dicen que en el norte todo se está viniendo abajo, pero yo -dio un gemido a modo de risa- no he visto nada, y vengo de allí. Imagino que el Gobierno debe estar preparándose para lo peor. Los Republicanos ya daban la tabarra en los días gloriosos de la Monarquía. Sí… Ahora con un Rey muerto y sin ningún descendiente, hemos llegado a un nuevo comienzo.

Y se frotó las manos, satisfecho. Dorgo sabía que se las hubieran cortado de haber dio esas mismas palabras delante del Conde.
-Imaginaos -continuó-. Desde que existe uso de razón de los humanos, en este mundo siempre ha existido la Monarquía, una sociedad regida por al menos un Patricio… Estamos siendo testigos de algo que no se había visto jamás. ¿No es emocionante?
Dorgo pensó que aquel hombre debía ser profesor de Historia en alguna escuela. Si no, era imposible entender semejante emoción. Lanzó una mirada al otro viajero. No decía nada. Observaba al hombre de las lentes con una mirada tan fría y seca como su rostro.
-Sí, supongo -dijo, deseando que aquel hombre se callara.
-Vos debéis ser un oficial del ejército -observó, señalando su armadura-. Decidme, ¿cuándo os movilizaréis para el encuentro con la Resistencia?
Dorgo tardó en contestar. Explicarle a un hombre en un carruaje lo que realmente era habría sido más largo que mentir.
-Pronto, muy pronto. Nuestros mejores hombres se preparan en el este, mientras un regimiento se arma en el sur…
Ni había entendido sus propias palabras. Casi se le escapa una risotada al ver la cara de satisfacción del hombre de las lentes.
-Yo no he visto ninguna guerra -dijo el otro viajero, denotando una voz grave y ronca-. Vengo de los límites de los humanos, donde empieza el territorio de los negros, y no he visto nada parecido a una Resistencia…
Su voz sonaba dirigente. El hombre de las lentes estaba tan sorprendido como Dorgo al escuchar aquella voz tan sonora diciendo la auténtica verdad de las cosas.
-Pero… ¿Y los niños de los orfanatos? -dijo el hombre de las lentes tras un breve silencio-. Los han mandado todos a los cuarteles. Algo debe estar pasando para que el Gobierno decida algo semejante.
El hombre se encogió de hombros.
-Yo sólo digo lo que he visto, no sé más -y retornó su fría mirada hacia la ventanilla.
Valiente sinceridad, pensó Dorgo. Él habría podido añadir que en realidad el Gobierno tan solo quería meter el miedo a las masas antes de decidir qué hacer para que no entrara aquella palabra extraña llamada Democracia entre ellos. Los miró con lástima. Eran tan solo dos campesinos, que ni se imaginaban el poder que tenían personas como el Conde de Órobor. Sería difícil, o más bien imposible, luchar contra aquellos grandes dirigentes que tenían todo el poder que quisieran entre sus manos. ¿Qué podían hacer ellos? Un pescador, un profesor de escuela y un mercenario borracho metidos dentro de un carruaje hablando sobre verdades y mentiras. No podían cambiar nada. Tal y como lo veía Dorgo, no quedaba mucho para que tuvieran que rendir pleitesía al Conde, quisieran o no.
El solo pensamiento de aquello, le hacía querer beber más.
El carruaje se detuvo. Demasiado oportuno. Dorgo creyó que su suerte comenzaba a favorecerle. Había llegado a su destino, librándose por fin de aquellos dos ignorantes, pensaba.
-Aquí me bajo yo -informó, mientras abría la portezuela del carruaje-. Que tengáis un buen viaje y un buen día.
El hombre de las lentes se despidió de él formalmente, deseándole un buen día a él también. El pescador seguía con la mirada en la lejanía. Ni se dignó a volver la cabeza.
El carruaje pronto desapareció por el camino. Dorgo se había quedado de espaldas a él, mirando lo que se alzaba delante suyo: Una villa en ruinas.
Irädne.
Era lo que rezaba sobre la verja de la entrada. Le pareció el nombre de alguna mujer, pero tampoco le importaba. Aquel lugar, levantado a orillas de una marisma, olía a podredumbre y a humedad. ¿Aquí se abría un portal a otro mundo? Hubiera creído que era una broma, de no ser porque el Conde no solía bromear.
Dorgo apartó la verja. Sus barrotes estaban oxidados y algunos de ellos doblados. Había un caminillo cubierto por musgo y hojas que daba a la puerta de la villa, entreabierta.
Dentro la escena era desoladora. El agua de la marisma había invadido toda la planta inferior, cubriendo toda la sala principal de la misma. El agua se había empantanado, techando su superficie una capa de algas, que invadían también parte de la estructura de piedra del lugar, abrazando las paredes.
-¿Y esto es todo? -murmuró Dorgo para sí. Su voz se perdió con el sonido de pequeñas ranas que por allí se desenvolvían-. ¿Dónde se supone que aquí hay un portal mágico a otro mundo?
Dorgo esperaba encontrarse con algún lugar más interesante para tratarse de un lugar mágico. Agarró una piedra perdida del suelo, y la lanzó contra el agua. La piedra se hundió casi al instante. Dorgo quedó extrañado… En aquella sala inundada no podía haber más de un palmo de agua. La piedra que había lanzado era lo suficientemente grande como para que parte de su volumen quedara expuesto en la superficie.
Cogió otra roca más grande, y la lanzó. Igualmente se hundió burbujeantemente.
-No puede ser…
Sin pensárselo más, comenzó a andar hacia el agua. Al principio, no le cubría más que las espinillas. Poco a poco fue notando que a medida que avanzaba, el agua subía más y más. Había llegado a la parte donde habían caído las piedras. El agua le llegaba por la cintura. Se amagó, intentando llegar al fondo con la mano para recoger las piedras que había lanzado, y notó que no estaban. De hecho, de pronto notó que no había suelo bajo sus pies…
La pesada armadura comenzó a hundirse son él. Por más que movía brazos y piernas, no conseguía salir a la superficie. Buceó hacia atrás, pero todo el suelo había desaparecido alrededor. No había más que pantanosa y maloliente agua sin fondo.
-¿Qué clase de magia es ésta…?
La armadura le arrastró hacia el fondo. Cuanto más buceaba hacia la superficie, más y más profundo se hacía lo que en un principio parecía un pequeño charco. Cerró los ojos, pensando que era el fin.
Los volvió a abrir, descubriendo bajo aquellas aguas una potente luz blanquecina que de pronto le envolvió por completo. Sintió un frío intenso y gélido. Se tornó doloroso, y con todas sus fuerzas buceó hacia arriba.
Sacó la cabeza bruscamente, chocándose contra algo fino y duro que se rompió en mil pedazos. Inhaló todo el aire que pudo, vislumbrando un cielo encapotado. Ya no estaba en la casa.
Estaba metido en una especie de grieta. No tardó en darse cuenta de que estaba metido en un lago congelado.
Salió de la grieta. La capa de hielo era lo suficientemente espesa como para soportar su peso y no romperse. Una vez fuera empezó a quitarse partes de su armadura. Si seguía con ella puesta, moriría congelado; debía hacer un fuego, y rápido.
Miró alrededor suyo. No había más que nieve. ¿Hacia dónde ir? Rebuscó entre su armadura para sacar el mapa… El Conde había pensado en todo. El mapa seguía intacto a pesar de haber pasado por un baño de agua fría.
Dorgo desplegó el mapa sobre la nieve. No le había echado un vistazo desde que se lo dio el Conde. Y allí estaba todo. Había una señal donde estaba dibujado el lago, y los pasos a seguir para llegar desde allí al castillo del Centinela. En la esquina inferior derecha del mapa, había algo escrito.
-La Tierra Pálida…
Escudriñó el mapa meticulosamente. Había un bosque cercano. Dorgo pensó que lo mejor sería ir hacia allí y cobijarse bajo los árboles. No sabía ni qué hora era, ni cuándo oscurecería allí. Aquel cielo encapotado era su única fuente de luz.
Enrolló el mapa, y se puso de nuevo la armadura mojada. Era mejor que caminar desnudo en la nieve.        


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