miércoles, 11 de julio de 2012

Capítulo 8. Garlant, el ciego.

Fuerte Risii quizá no era una de las ciudades más populares de Vía-Valúa. Se encontraba en el extremo sur del mundo, lejos de los límites de los humanos; su ubicación en la costa, hizo famosa a la ciudad, al ser uno de los puertos pesqueros más famosos de la zona, quizás por ello el nombre de “Puerto Risii” también era utilizado entre los pescadores, que pasando la mayor parte de su vida en el puerto, su fama por haber sido en principio un fuerte antes de convertirse en un asentamiento quedaba de forma secundaria.
Quizás la zona más concurrida de Fuerte Risii no era el puerto, sino el llamado Callejón de los naipes, una encrucijada de calles donde los trovadores y trileros se ganaban la vida, donde las jóvenes doncellas reían por lo bajo sentadas en los portales bajo el sol del alba y los milicianos disfrutaban del pan recién hecho, partiéndolo con sus pequeñas dagas reglamentarias. Los tenderos ofrecían su mercancía, describiéndola a grandes voces. Quizás no era el barrio más distinguido, ni el que mejor olía, ni siquiera un lugar del todo seguro, pero el Callejón de los naipes se había ganado una fuerte reputación, quizás por su movimiento, o por sus gentes, o tal vez por los sucesos que allí acontecían.
Y allí estaban ellos. Cuatro niños, uno de ellos bastante gordo y otro un poco más alto llevando un fardo con algo oculto y sujetando con la otra mano un cayado. Era la primera vez en sus vidas que pisaban un sitio así. Nunca habían salido del orfanato. Aquel lugar, tan atestado de gente, era a la vez un símbolo de libertad para ellos.
 -No sabemos ni qué estamos haciendo aquí… -protestó Timo.
-Eso, tú como siempre, quejándote -dijo Rana.
-No me quejo, es sólo que no sabemos qué… -Duplica le hizo callar, dándole un codazo.
-Estamos aquí para averiguar algo sobre el pasado de Risii -dijo Duplica, hablando como si el muchacho al que se refería no estuviera delante.
Risii iba por delante de todos, mirando cada letrero y cada puerta que se abría a su paso. Tenía el telescopio escondido bajo un vendaje de tela y se sujetaba en el bastón, como si fuera un peregrino que hubiera venido de un lejano lugar. En realidad, sí venían de un lejano lugar. El orfanato casi estaba a tres días de viaje de Fuerte Risii.
-Nada de esto me suena -se lamentó Risii mirando a todas partes-. Tengo el presentimiento de haber estado aquí antes, pero… Nada de esto me hace recordar nada.
-Bueno, tienes un nombre -dijo Duplica-. Podemos probar a preguntar a los paisanos de este sitio. Quizás conozcan a alguien llamada Luna.
-Es un nombre muy raro -dijo Timo, desviando su atención a las mesas de los trileros-. Creo que podría vivir aquí y aprender de esta gente…
Risii paró en seco entonces. Sonrió al ver su descubrimiento.
-¿Nombre raro dices, Timo?
En el lado izquierdo de la calle rezaba un cartel en letras grandes y doradas la palabra mágica por la que habían andado toda la mañana.
-Luna… -murmuró Duplica, contenta.
-Tenemos que entrar ahí, seguro que saben algo de esto…
Risii no perdió el tiempo y apretó el paso, empujando la puerta del lugar hacia dentro. Descubrió que ésta estaba cerrada después de girar cinco veces el picaporte de la puerta sin éxito.
-¡Maldita sea!
-Ya hubiera sido demasiada potra -dijo Timo, casi contento por lo que había pasado-. Ya podemos volvernos, ¿no?
Duplica echó un vistazo al cartel. Realmente no ponía nada en él salvo la palabra Luna. Ni siquiera decía quién era el propietario. Risii se sentó en el escalón de la puerta. Hizo sitio para Duplica y Rana. Timo tuvo que quedarse de pie porque no cabía.
-Vamos a esperar -sentenció Risii-. Quizás abran más tarde.
-¿Y por qué no me escucháis un momento y verdaderamente preguntamos a alguien? -dijo Duplica en tono autoritario-. Oíd, señor…
Duplica había parado al primer transeúnte que pasaba por allí. Tenía una cara astuta, casi afilada. Sus ojos, brillantes y claros, eran hipnotizadores. La niña por un momento tembló, pensando que se había equivocado en escoger; pero su semblante le daba cierto porte que atrajo a la muchacha: Una armadura dorada, y adornando su espalda una capa de terciopelo azul.
-¿Sí? -dijo el hombre. Ella ya había dado un paso atrás cuando le miró a los ojos.    
-Nos preguntábamos… -vaciló un momento-. Si sabíais vos cuándo abren esta tienda de aquí…
El caballero de ojos brillantes quedó un momento pensativo. Luego se echó a reír. Los niños no comprendían de qué podía reírse. Luego señaló a sus propios ojos.
-Pequeña… Estos ojos no pueden ver más allá de la oscuridad que se cierne ante  ellos cada mañana desde hace ya muchos años.
-Sois…, ciego.
-Exacto, pequeña. Lamento no poder serviros mejor. No sabía siquiera que aquí se alzaba una tienda. ¿Podríais decirme al menos el nombre del comercio? Quizás sabiendo eso sí os pueda ayudar…
-Sí claro. Se llama Luna -dijo, señalando el letrero, aunque sabía que era en balde.
Los ojos del enigmático caballero se tornaron en sorpresa. La claridad de sus pupilas aumentó considerablemente, acompañando al gesto de su cara, de completo desconcierto. Retrocedió tres pasos. Ahora era él el que parecía asustado.
-Luna… -susurró-. ¿Estás segura, pequeña? ¿No lo leíste mal?
Risii avanzó, poniéndose ante Duplica.
-Así es. Es el nombre de mi madre -aclaró él.
El ciego dio un paso más hacia atrás.
-¿Será posible? -dijo, ante su asombro-. ¿Será posible que tenga ante mí al vástago de Luna?
Al ciego le temblaron las manos. Echó su capa hacia atrás y descubrió el mango de una espada. Duplica cogió a Risii por un hombro y le intentó echar hacia atrás. Éste se agitó, quitándose la mano de la niña.
-Si conocisteis a mi madre… -continuó Risii-. Decidme, ¿dónde está?
El ciego cerró los ojos. Torno su cara de asombro a seriedad en un segundo.
-Lo siento, pequeños. No puedo ayudaros -concluyó, ocultando de nuevo su espada bajo su capa.
Y se alejó. Avanzando calle abajo con brío, como si verdaderamente no fuera tan ciego como decía ser. Risii corrió tras él, pero fue imposible seguirle cuando se perdió entre el gentío del Callejón de los naipes. El muchacho quedó desesperanzado.
-Él parecía saber algo sobre mi madre… Maldita sea, ni siquiera sabemos su nombre.
-Su nombre no es lo más importante que necesitáis saber, niños -un hombre de baja estatura, acompañado por una percha de conejos muertos en su espalda se había detenido tras ver toda esta escena, y se había parado frente a ellos-. Es un pobre mendigo, un infeliz… En estas calles se le conoce como el “ciego loco”. Aunque si es su nombre lo que queréis, se llama Garlant…
Risii no había apartado la mirada de la esquina del callejón donde el ciego había desaparecido. Todo aquello era un gran misterio para todos. Agradeció la ayuda del campesino; ahora al menos ya tenían un nombre.




El reo rebañó lo poco que quedaba de su plato de gachas lentamente; a ciegas los días se hacían más largos, y por ello empleaba largo tiempo en los tres platos de gachas que el guardia le pasaba entre los barrotes al día.
Se concentraba en su diario para matar el tiempo. Sabía que lo recordaba todo, pero en su mente se repetía cada palabra, cada descanso, para no acabar desquiciado y acabar siendo presa del aburrimiento. Intentaba contar el tiempo utilizando como medidor los momentos de desayuno, comida y cena. Contaba los minutos que tardaba en comer y el tiempo que tardaban en traerle el siguiente plato de comida. Sabía que llevaba allí dieciséis días, contando todas las veces que había descrito su diario ante el Consejo, incluyendo aquella vez que Ahmah le interrogó. Lamentaba haber confesado sus intenciones tan abiertamente. Pero los recuerdos que tenía del llamado Llama de Plata eran lo suficientemente buenos como para confiar en él, aun siendo un miembro del Gobierno.
El guardia se adelantó ese día. Más o menos tres horas antes de lo que tenía calculado en mente el reo. Depositó algo frente a su celda, y sin decir nada, se marchó.
Unos segundos después escuchó pasos que se acercaban. No era el guardia…
-Hola.
Reconoció la voz. Ahmah.
-¿Vos? ¿Aquí?
-Sí, ¿por qué no?
Se sentó en un pequeño taburete ante la celda. Es lo que había depositado el guardia antes.     
-He venido a hablar contigo.
-Creí que eso ya lo hacía cada día, ante todos los demás.
-Sí… Pero… -tomó aire para seguir hablando-. Esto es algo que no puedo decir ante mis compañeros gubernamentales.
El reo sonrió.
-No prometo no decir nada. No puedo callarme un secreto.
-¿Y si ese secreto te sacara de aquí? -apuntó, con cierto desdén.
-Entonces, os escucho.
-Dentro de dos días, asaltarán el lugar...
-Creí que era secreto. 
-No si contratas mercenarios, y les muestras el lugar en un mapa…
-¿Un miembro del Consejo, juntándose con mercenarios? -se mofó.
-Digamos que… Ha sido un esfuerzo necesario, para acabar con todo esto…
-¿Con qué hay que acabar?
-Con la culpa de todos nosotros.
Tras decir esto, hubo un interludio de silencio, hasta que el reo acabó con él:
-¿Qué culpa?
El silencio volvió a gobernar entre los oxidados barrotes de la celda.
-La culpa… -comenzó Ahmah-. De que todos nosotros os engañamos… La culpa de que nuestra voluntad, y no la de los Dioses, destrozó la vida de nueve niños…
De nuevo el silencio. Esta vez resultó incómodo. El reo no dijo nada al respecto, Ahmah continuó hablando:
-Os mentimos, a todos… Pero teníamos que hacer ver al pueblo que erais elegidos por los Dioses, y que nuestras fechorías, como matar a vuestras familias, no fuera cosa de nosotros, el Gobierno… Sólo tú viste quién mató a tus padres. Nosotros simplemente… Señalamos nueve hogares con niños más o menos de la misma edad y… Ordenamos a nuestros milicianos que… -Ahmah tomó un descanso. Vio que el reo comenzó a llorar-. Asaltaran… Vuestras… Lo siento…
-¿Y el… miembro del Consejo que asaltó mi casa?
-Sí. Era el encargado de dar la orden y acompañar a los milicianos con su cometido. Nosotros no teníamos esa sangre fría para hacerlo, pero teníamos que…
-¿POR QUÉ HACER ESO? -el reo se lanzó contra los barrotes de su celda violentamente. Pudo sentir la respiración de Ahmah en su cara. Sólo unos pocos centímetros les separaban.
-Acabar con Ígnathar -concluyó.
-Ígnathar… Aquel brujo se llevó por delante a niños que consideraba amigos… Supuestamente teníamos que acabar con él porque era el autor de las fechorías que vosotros, el Gobierno, hacíais contra el Pueblo…
-No puedo revelarte por qué debíamos acabar con él -dijo, y volvió a coger aire-. Sólo sé que desde aquel momento en que los demás miembros del Consejo junto con el Rey organizamos aquello no hay noche en la que no me arrepienta de lo que hicimos… Os destrozamos la vida… Y por eso… -se detuvo.
-¿Y por eso… qué? -se impacientó el reo, con la furia grabada en sus palabras.
-Por eso voy a ayudarte a salir de aquí. Y no quiero más preguntas, ¿entendido?
El reo sabía que esa noche dormiría sin saber el motivo real de por qué el Gobierno cometería semejante atrocidad. Afirmó con la cabeza y se separó de los barrotes.
-Bien…, dentro de dos días habrá un asalto aquí. Unos cien hombres, armados. Bien pagados y con el mejor equipo que les pude conseguir. Ellos desconocen con quién negociaron. Escondí mi identidad en todo momento, pero… Les dije que liberaran a los presos de las celdas y los incluyeran en sus filas. Menos a uno…
-Dejadme adivinar…
-En efecto. Tu armadura dorada es la contraseña para que no te conviertan en carne de cañón.
-Así que ellos me dejarán libre…
-Sí, pero no sólo eso… Tú los dirigirás en cuanto seas libre.
-¿Cómo decís?
-El Rey ha muerto, te estoy dando la ocasión de que acabes con nosotros, aquellos que te destrozamos la vida. El viejo Gobierno debe caer… Yo he de caer con ellos.
El reo lo entendió todo entonces. Ahmah había vendido su vida.
-No pido que formes un nuevo Gobierno -continuó-. Sólo te pido que acabes con éste, que te vengues como realmente deseas. Y para ello, debemos caer… Sé que liderarás bien a estos hombres… Te entrenamos en el pasado para cosas semejantes…
-Sí…
Sin intercambiar alguna palabra más, Ahmah se puso en pie. Pasó su mano por entre los barrotes de la celda y buscó la mano del reo.
-Ésta es una despedida. Y lo siento.
El reo aceptó estrechar su mano.
-Yo sólo quiero a un hombre muerto, y no sois vos.
-Lo sé. Pero no soy menos culpable por no haberme manchado las manos de sangre…




Garlant comió una porción de carne con avidez. Luego la escupió.
-Esto está crudo -se quejó, dejando caer la carne, y escupiendo al suelo los trozos que tenía en la boca.
A su lado, la profetisa dio una carcajada.
-Tan solo quería ver tu cara al probarla -dijo ésta-. Ahora dentro de un rato me levantaré y te la cocinaré.
Garlant dio un suspiró y se tendió en la cama. A su lado, la profetisa emanaba un olor a piel sudada que le asqueaba, pero tenía la suerte de no percibir realmente su vejez debido a su ceguera.
-No te he contado algo que pasó esta mañana… -dijo, cerrando los ojos, como si fuera un recuerdo lejano.
-Ya habrá tiempo, querido -la profetisa se levantó de la cama, colocándose una blusa deslucida. Seguía desnuda de cintura para abajo cuando fue hasta una vieja cocina en esa misma habitación-. ¿Tienes pedernal?
-En algún cajón al lado de la cocina creo que quedaba algo…
La profetisa se puso un mandil que la tapaba completamente. Abrió el cajón y descubrió el pedernal, aunque estaba húmedo.
-Tengo que secarlo para encender el fuego -dijo, envolviéndolo en su mandil. Abrió la portilla de la cocina y suspiró-. Al menos hay algo de carbón. Tendrás que tener paciencia para comer la carne, querido.
Garlant odiaba que se refiriera a él como “querido”. Ya de por sí besarla le producía arcadas, pero era un tormento que debía pasar en silencio, a cambio de los servicios recibidos: La búsqueda de la cura a su ceguera.
-Te estaba diciendo, que hoy pasó algo… -dijo, desviando la conversación.
-Te escucho, querido -encendió los carbones con el pedernal, y sacudió sus ennegrecidas manos en el mandil.        
-Hoy encontré al hijo de Luna.
La profetisa se dio la vuelta de golpe.
-¿Estás seguro? -preguntó, deseando que fuera un no por respuesta.
-Completamente -Garlant sonrió satisfecho-. Pronto esta farsa llegará a su fin.
-Una farsa, ¿eh? -la profetisa lanzó violentamente la carne en la parrilla-. Lo nuestro te parece una farsa, ¡qué novedad! Llevas repitiéndomelo desde la primera vez que te acostaste conmigo.
-Porque es una realidad -contestó secamente-. Tú ansiabas mi compañía, mi juventud… Yo quería que descubrieras la cura a mi ceguera y alguien que me ayudara a comer diariamente.
-¡Y yo soy la que te da de comer cada día!
-A cambio de tener a un joven que te caliente la cama…
La profetisa no dijo nada más. Realmente, ni sabía qué decir. Se limitó a refunfuñar entre dientes mientras cocinaba la carne. Garlant se puso en pie cuando percibió el olor a carne cocinándose lentamente.
-Por otro lado, me alegro de que hayas tenido razón… Me dijiste que algún día encontraría al hijo de Luna. Que estaba escrito en las estrellas. Hace tanto tiempo de aquello…, que llegué a pensar que en realidad era una mentira para quedarte al cuidado de este pobre ciego por muchísimo tiempo…
La carne crepitó en la parrilla. La profetisa le dio la espalda, quitándose el mandil. Recogió sus enaguas y su vestido a los pies de la cama y abrió la puerta de la habitación.
-Ahí tienes tu carne, querido -dijo, desdeñosamente-. Nunca más volverás a saber de mí, y ya puedes buscarte a otra que te cuide.
Y dio un portazo. Garlant ya había vivido esto varias veces, y siempre acababa de la misma manera. Con una mujer vieja, de cuerpo abultado y rostro arrugado, pocos desearían compartir su lecho. Era una mujer ávida de amor, cuya soledad la había comido tanto por dentro, que siempre volvía a los brazos de Garlant aunque él la tratara peor cada vez que asomaba por su puerta. Aquella mujer cuidaría de él hasta que muriera si hiciera falta, sólo por el hecho de no consumirle la soledad, y probar cada noche una pizca de amor simulado, de pasión falsa y besos que sabían a infortunio para él, y para ella eran el néctar ansiado.
Volvería con comida y seguramente pedernal. Garlant ahora sabía dónde podría encontrar al hijo de Luna. No había sido capaz de acabar su tarea a plena luz del día. Su voz de niño, tan inocente, hizo que se replanteara por un momento sus intenciones. Pero casi una década de ceguera era para él la justificación perfecta para sus propósitos. Ahora sabía dónde encontrarle. Si era cierto lo que una vez la vieja profetisa le había predicho a cambio del placer carnal, el hijo de Luna debía morir para que sus ojos se curaran.            

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