domingo, 1 de julio de 2012

Capítulo 7. Negociaciones y revelaciones.

Dorgo la miró aterrado. No podía dejar de gritar y llorar al mismo tiempo. Estaba muerta. Y él era el culpable.
Recordó el día anterior. Eníe había vuelto a su vida. La amaba, estaba seguro, y también estaba seguro de que todo esto pasaría.
Habían estado juntos durante todo el día, expresando su pasión desde el momento en que la besó. Bebieron mucho, demasiado, a decir verdad. Ella seguía siendo la chica vivaz y fuerte que Dorgo recordaba. Pocas palabras del pasado intercambiaron, por no decir ninguna. Todo era pasión ese día. Aquella pasión que murió hacía diez años y que ahora, había vuelto a sus vidas, de forma casual, quizás.
Extrañamente, esta vez lo recordaba todo. Los besos, las caricias, el sexo…
-No… -gimió, mientras la miraba.
El sexo vino después, por la noche. No tuvieron más que subir las escaleras. Estaba tan borracho... Jamás lo hubiera hecho de no estarlo. Tampoco hablaron demasiado en su habitación. Ni siquiera el olor a vómito apagó aquella llama.
Pero todo cambió…
Sus manos, que acariciaban su cuerpo desnudo, cambiaron hasta convertirse en afiladas garras. Sus apasionados besos se transformaron en violentos mordiscos. El sabor salado de la sangre aun estaba en su boca. Pronto las sábanas se llenaron de ese color rojo. Eníe comenzó a gritar de dolor, pero aquella bestia que tenía ante ella ignoraba sus súplicas, hasta que fue demasiado tarde.
-Eníe…
La bestia dejó de ser bestia, cuando su presa murió. Y durmió, exhausto, al lado de su cadáver. Ya no era bestia, pero estaba sin conocimiento. La sorpresa vino después, cuando el amanecer llegó, y el otrora amante descubriera su papel de asesino.
Eníe yacía muerta, con numerosos arañazos en su cuerpo ensangrentado, y su rostro de sorpresa y miedo aún seguía allí, y ella ya no podía cambiar su expresión, ni siquiera para pedir una explicación a todo aquello.
Dorgo se tiró al suelo, llorando, gritando, golpeando el entarimado.
-Eníe, Eníe, Eníe, ¡Eníe!
Se levantó. No sabía qué hacer. Estaba ante un cadáver… El cuerpo de su amada ante él, inerte. Y lo último que deseaba era que alguien más la viera así.
La tapó con las sábanas. No entraba nadie a las habitaciones mientras éstas estuvieran ocupadas. Eso le dio un respiro. Pensar y dejar de llorar, Dorgo. Tienes que huir.
Salió de la habitación. En las escalinatas que llevaban hacia la taberna de abajo había una puerta que Astos cerraba cuando había quedado la taberna vacía, para que nadie se despertara a medianoche e intentara robar algo. Por suerte, estaba abierta. Eso quería decir que Astos estaba ya en pie, probablemente limpiando la taberna del día anterior.
-Pero mira quién aparece tan madrugador por aquí… -dijo Astos, cuando vio a Dorgo bajar corriendo por la escalera-. Ayer triunfaste, amigo mío. No sé cómo lo hiciste, pero te llevaste a esa chica a tu cuarto, bribón.   
Dorgo ni le miró a la cara. Se sentó en la barra, tapándose la cara con las dos manos.
-Tu amiguita sigue arriba, ¿no? -quiso saber Astos mientras pasaba la escoba por la estancia-. Tendrás que darme más dinero si ella se queda aquí, amigo.
Dorgo tenía la cabeza muy lejos de allí. En otro lugar que no podría ser ni siquiera llamado mundo. Sabía que esto pasaría, ¿por qué no lo detuvo mientras pudo hacerlo? El alcohol, la pasión… Fundidos en uno. Y ahora, su amada estaba muerta. Volvió a llorar, pero sin apartar las manos de su cara para que Astos no le viera.
Luego pensó… ¿Realmente la culpa era suya?
-El Guardián de la Luna -dijo en voz alta.
-¿Decías algo? -quiso saber Astos.
Pero Dorgo seguía lejos de allí, mirando al infinito, pensando y murmurando cosas que no tendrían sentido para nadie excepto para él mismo; aunque su principal pensamiento, era la venganza…   
-El Guardián de la Luna… -repitió-. Tengo que encontrarle…
Dorgo se asió del taburete y algo quedó pegado en la suela de su bota. Era la carta que le había mandado el Conde de Órobor. Quizás su posibilidad de salir de allí velozmente.
La despegó de la suela. Estaba toda manchada de ron, cerveza y pisadas ajenas. No importaba. Seguro que aun podía leerse bien. Rasgó el sello, y leyó:

Reúnete conmigo en mi palacio cuanto antes. Mi carruaje te esperará hasta que te decidas, aunque confío en que podamos negociar, por los viejos tiempos…

Los viejos tiempos… Otra vez el tintineo en su mente. Él y el Conde compartieron un momento en la línea de sus vidas. Dorgo ansiaba olvidar ese momento que aparecía cada noche en sus pesadillas.
-Oye, amigo -le llamó Astos, tocándole el hombro-, voy a ir a despertar a tu amiga. No se puede quedar aquí. Se lo gastó todo en ron. Y tú también…
-Está… Está bien… -Dorgo ya tenía su salida perfecta-. Dale cinco minutos más, vale. Después de lo de anoche, seguro que sigue cansada.
Astos rió, mientras le daba una palmada en el hombro como signo de aprobación.
Dorgo arrugó el papel de la carta hasta convertirlo en una bola y se la guardó en su bolsillo. Acto seguido y con paso firme, abandonó la posada.
Calle abajo, cuando casi había doblado la esquina, pudo escuchar a lo lejos los gritos de Astos cuando descubrió el cadáver. Echó entonces a correr.
El carruaje estaba allí, como había prometido el Conde, frente a los juzgados. Vigilado por la milicia.
-Yo soy Dorgo -dijo rápidamente. Le temblaban las manos cuando mostró el sobre roto con el sello de Órobor. La posada no estaba lejos de aquel lugar. Y Astos seguro que ya había dado la alarma.
Los milicianos afirmaron con la cabeza, invitándole a entrar en el carruaje. Dentro de él, Dorgo corrió las cortinas. Quedó sumido en la oscuridad, protegido… Y lloró una vez más.
-Eníe…



El camino hasta Órobor duraría toda la mañana. Dorgo estaba dentro del carruaje con la cabeza apoyada sobre sus manos. Quería beber, olvidar, que nada hubiera pasado, no haberla visto, no haber sentido su fuego, sus besos… Quería venganza, y súbitamente golpeó el techo del carruaje dándole un puñetazo con toda su ira.
El viaje estaba siendo más lento de lo que desearía. Podía descorrer ya las cortinas, estaban ya en las afueras de la ciudad, y Dorgo suspiró tranquilo cuando vio pastos y montañas. Luego alzó la mirada a los cielos. Era de día, pero allí estaba la Luna, siempre en silencio, siempre observando.
El palacio del Conde ya se veía a lo lejos. Un par de caballerizas escoltó el carruaje cuando ya quedaban pocos metros para llegar. Era un tosco palacio consumido por la vejez y el olvido. El Conde siempre había formado parte del Gobierno, pero prefería gastar su adinerado bolsillo en placer y compañía antes que en lo que llamaba hogar.
El carruaje se detuvo en el patio exterior. Las caballerizas se retiraron a su puesto de vigilancia y la puerta del carruaje se abrió de golpe, antes de que algún miliciano lo hiciera. Dorgo dio un salto hasta el suelo. El Conde estaba ante él, montado en su percherón marrón.
-Mi querido amigo -dijo el Conde estrechándole la mano desde su montura-. Hacía tiempo que tú y yo no hablábamos, quizás desde…
-Hace diez años -cortó Dorgo. Su mirada irradiaba ira contenida. Había venido a negociar, no a la charlatanería barata. Quería hablar poco con aquel noble, y nada sobre el pasado-. Me gustaría negociar, como dijisteis en vuestra carta, señor.
El Conde se sintió satisfecho al oír a su invitado. Dio un chasquido e inmediatamente acudió a su lado un miliciano que le ayudó a bajar de su caballo. Estaba demasiado gordo para bajar solo. Dorgo observó que al contrario que su peso, su pelo había disminuido considerablemente en los últimos diez años. El Conde adivinó sus pensamientos con solo mirarle.
-Sí, ya sé que he perdido mucho cabello desde entonces. Tú, en cambio, sigues teniendo tu melena rubia… Aunque ahora tienes más barba.
El Conde tosió. Después de toser empezó a hacer aspavientos, y un miliciano corrió hacia él con un pañuelo, que impregnó de sangre en cuanto se lo puso en la boca. Hizo una señal para que se retirara con el “regalo” de la vista de todos.
-Bueno, ¿qué tal si entramos a mi casa y comenzamos a charlar?
Dorgo no necesitaba invitación para ello. Quería marcharse de aquel lugar cuanto antes, y la mejor manera era hablar pronto y con claridad. Ambos se dirigieron al interior del recinto. Él ya había estado allí. Poco había cambiado aquel sitio, salvo por la vejez de sus muros y en general la dejadez del entorno.
En realidad, el Conde no era Conde como tal. Su familia poseía tierras cerca de Órobor y poco a poco se fueron adueñando de la ciudad, llegando a poseer hasta un pequeño ejército a su servicio. Los lazos que le unían con el Rey no eran familiares, sino amistosos. El Rey debía tener a los más poderosos cerca, y sabía que el llamado Conde de Órobor era uno de los más poderosos, y alguien incluso a quien temer. La ciudad de Órobor, que se podía observar en la lejanía, rodeando lo alto de la colina, era el jardín particular de este corpulento y enfermo hombre que a veces olvidaba lo mucho que poseía, sintiendo la necesidad de poseer más.
El lugar por dentro seguía igual. El olor el lugar, la calidez de sus paredes y aquellos viejos muebles seguían en su sitio. Dorgo deseaba estar borracho cuanto antes para tranquilizar los sentimientos de odio que sentía hacia todo aquello, y hacia aquel hombre.
Entraron a una sala que servía como biblioteca. El Conde por supuesto, no había leído ninguno de aquellos libros. Lo que quería mostrar a Dorgo en aquella estancia era lo que había en el centro de la sala. Un enorme mapa circular, donde, pensó Dorgo, el Conde fantaseaba con alguna batallita ficticia o se emocionaba al contemplar el terreno que le fue heredado.
-¿Deseas algo de beber, muchacho? -le preguntó, rodeando el mapa sin dejar de observarlo.
-Ron.
Con un chasquido de dedos, el Conde dio la orden al miliciano que esperaba órdenes en la puerta. Le gustaba rodearse de gente armada, incluso para servir dentro de su hogar. Así eran algunos nobles que había conocido Dorgo a lo largo de su vida. Pequeños cabrones rodeados de muros humanos con puntas afiladas.
-¿Qué tal la ciudad? -quiso saber Dorgo. Aunque ya conocía la respuesta a su pregunta.     
-Hace mucho que no me paso por allí. Y menos ahora, cuando las cosas están tan agitadas.
La misma respuesta que recibió de la misma pregunta hacía diez años.
-Algo he oído -dijo Dorgo, mirando de soslayo el mapa-. Por lo visto el Rey Murno ha sido asesinado. Y por alguien de mi Orden…
-¿Tu Orden?
El Conde dio una carcajada. Justo a tiempo para que el miliciano apareciera con la bebida. Dorgo tuvo que aguantarse las ganas de estamparle su copa en la cabeza.
-Sí, mi Orden. Así fue como fuimos presentados.
-Ya, eso es lo que todo el mundo esperaba oír. Héroes, elegidos para salvar a la humanidad.
Las ganas de estamparle la copa en la cabeza fueron aumentando progresivamente.
-Pero no te ofendas. Aunque tú sigas vistiendo con esa armadura… No significa que esa Orden exista, o que incluso existiera en su momento.
-Nadie hubiera podido matar a un miembro de esa Orden y ponerse su armadura -inquirió secamente, antes de dar su primer trago.
-No sois invencibles.
-No lo somos. Pero se hechizaron… Para que sólo nosotros pudiéramos llevar estas armaduras.
-Bah… Un hechizo que se puede deshacer…
-Sin duda, ¿pero realmente, para qué matar a una persona, buscar su armadura en su hogar, deshacer el hechizo, ponérsela y matar al Rey?
-Sí, ya veo lo que estás planteando…
-Que fue un miembro de la Orden -Dorgo aun no estaba ebrio. No quería hablar tanto.
-¿Cuántos quedáis de lo que tú llamas “vuestra Orden”?
-Seis… -Dorgo recordó entonces el cadáver de Eníe. Ella también perteneció a esa Orden en el pasado-. Cinco…
-Oh, recuerdo aquella época…
-Yo procuro olvidarla -terminó su copa, e hizo una señal al miliciano de la puerta para que fuera a por más.
-¿Ah, sí? Pues poco lo parece, porque sigues llevando esa armadura…
-Porque no es la Orden lo que quiero olvidar… Es el vestigio de un buen recuerdo, de unos grandes amigos.
-Ya, amigos… -el Conde sonrió malévolamente-. Tengo entendido que no has tenido contacto con ellos desde entonces, y Eníe tuvo contacto ayer contigo y… Ahora está muerta…
Dorgo no pudo contener su asombro.
-No tenías ningún motivo para obedecer mi mensaje, podrías incluso haberte limpiado el culo con mi carta, ése era mi temor… Pero fíjate, que las noticias viajan más rápido que mi carruaje, y has acudido a mí, porque tú, mi querido amigo, la has matado.
Dorgo bebió más rápido que antes. Esperaba no tener que salir por patas de aquel lugar lleno de hombres armados.
-Por eso has acudido a mí -continuó-. Me apena que haya sido por eso, Dorgo, yo te apreciaba… -Dorgo hubiera reído ante tal afirmación, si no fuera porque estaba en un estado entre miedo e ira-. Eras un soldado valiente. Listo para ser lo más grande que ha traído este mundo… Pero mírate… Estás atrapado en una época que incomprensiblemente en parte quieres olvidar, pero sin embargo eres incapaz de deshacerte de ella.        
-El único recuerdo de que alguna vez tuve una vida, señor.
-Y yo estoy aquí para devolvértela -menos mal, pensó Dorgo. La claridad empezaba a vislumbrarse-. Tú tienes un motivo de peso para estar aquí, y yo, también lo tengo para querer hablar contigo y con nadie más.
El Conde comenzó a rodear el mapa, de un lado a otro.
-¿Conoces las viejas leyendas, Dorgo? ¿Los cuentos para niños que hablan de otro mundo lleno de monstruos y demonios?
-Ya no soy un niño.
-Ah… ¿Pero y si las leyendas fueran precisamente, la realidad?
El Conde invitó a Dorgo a escudriñar más atentamente el mapa. Estaba dividido por una línea recta, mostrando la mitad del mapa del mundo en que vivían y en el otro lado, un lugar desconocido para él, con nombres, ríos, bosques y asentamientos que jamás había oído.
-No entiendo nada… ¿Qué es esto?
-¿Y si te dijera, mi joven amigo, que existe una entrada a ese mundo del que hablaban las leyendas, las historias para niños?
-Eso es imposible. Si existiera algo semejante lo sabría todo el mundo.
-Bueno, nos hemos encargado concienzudamente de que se mantuviera en estricto secreto. De hecho, sólo una parte de la nobleza de este mundo sabemos la verdad -señaló a su biblioteca-. Aquí hay libros prohibidos. Textos que recogen la sabiduría de ese mundo y que de caer en malas manos, podría resultar una catástrofe de la que sólo los Dioses podrían salvarnos…
-Ya… Se llama ocultar información…
-Nosotros preferimos la palabra “proteger”.
-¿Y qué tiene que ver esto conmigo?
El Conde cogió una pluma que yacía abandonada al lado del mapa. Chupó la punta varias veces y ya tenía tinta de nuevo. Posiblemente era mágica.
-La caída del Rey ha dejado en tierra de nadie nuestro mundo, amigo mío. Supongo que sabrás que yo era la mano derecha del Rey, y uno de los altos cargos del Gobierno. Ahora, el Gobierno se está disolviendo, y desde la muerte del Rey, se han alzado algunos movimientos que apoyan una República.
-No he oído nada de eso. Estaría borracho.
-Quizás. Pero no te culpo a ti, sino a esos alborotadores. Están amasando ayuda de todas partes, se han movilizado, e incluso hablan de una… Democracia.
-¿Democracia? ¿Qué significa Democracia?
-Una obscena palabra que significaría una guerra inminente. Quieren darle el voto al pueblo… ¿Poder al pueblo? ¡Jamás! Estaríamos condenados a que nos gobierne un grupo de imbéciles, y además, fuera de la nobleza.
-Entiendo…, pero sigo sin comprender cuál es mi parte en todo esto…
El Conde hizo un círculo en un punto concreto del mapa desconocido por Dorgo. El lugar señalado rezaba algo así como Castillo del Centinela.
-La guerra es algo que puede que esté a la vuelta de la esquina. Yo y la Cámara del Gobierno necesitamos la certeza de que la Democracia no nos venza y que yo… Sea el nuevo Rey de Vía-Valúa.
-¿Pero de qué tenéis miedo? Alzaros Rey si queréis serlo -y poder odiarte como Rey a ti también, pensaba-. La Cámara tiene a mucha gente de su parte. Si se desata una guerra, será una de campesinos contra gente poderosa, con ejércitos poderosos.
-No subestimes a nuestros enemigos, amigo mío. La palabra Democracia se ha ido extendiendo a lo largo de las horas por todo el mundo, y ahora es una realidad que esos mismos campesinos se alcen contra nosotros. Necesitamos el poder del miedo… Necesitamos lo que el Centinela tiene y nosotros no. Poder para luchar contra nuestros enemigos. El llamado Centinela, tiene en su castillo una poderosa tecnología que debe ser nuestra. Tu misión será conseguir planos, fórmulas, recetas… Cualquier cosa que nos ayude a ejercer la supremacía sobre esos campesinos de los que hablas y mantenerlos a raya. Que olviden la palabra Democracia y que gobierne la nobleza de nuevo.
-Empiezo a entender la envergadura de este plan…
El Conde hizo otra señal en el mapa. Esta vez en la zona de Vía-Valúa. Había marcado la señal de Norte.
-Están hablando incluso de formar un ejército con la ayuda de los negros, Dorgo… Hemos prosperado durante mucho tiempo sin tener un solo negro dentro de nuestras fronteras. Y aquellos que quieren la Democracia, ¡quieren además que ellos formen parte de ella!
-Bien -Dorgo hizo una señal para que el Conde dejara de hablar un momento-. Los negros hace mucho tiempo que formaron su propia civilización fuera de nuestro alcance. Desconocemos sus intenciones, pero la posibilidad de que nos invadan es mínima. No ha ocurrido nunca… Ellos no quieren atacarnos…
-O quizás sí, querido amigo. Por eso quiero que vayas a ver al Centinela. Y después tienes que matarle.
-¿Matarle?
-Sí, o ellos podrán adquirir también su tecnología, su poder.
Dorgo se vio metido en medio de una guerra que además ni siquiera existía todavía.
-No creo que deba hacerlo, señor.
-Sí, dije que quería negociar, por supuesto… -sonrió plenamente-. Podrás servir al ejército si cumples con tu cometido.
-¿Servir al ejército, de qué manera?
-Por supuesto, no serás ningún soldado raso ni -miró de soslayo al miliciano de la puerta- un sirviente de nadie. Podrás ser un oficial. Será tu recompensa por servir al Gobierno.
-Un asesino nunca podría ser un oficial, por mucho que lo diga el Gobierno.
-De eso también me encargaré, mi querido amigo… Te libraré de la horca. Piénsalo, Dorgo… Ya sé que nunca te has querido inmiscuir en la política. Cuando te paseabas por estas habitaciones bostezabas cuando oías hablar de ella, ¿recuerdas? Pero volverás a tener una vida. Y una gran vida, respetable, lejos de posadas, fulanas… Una vida donde podrás casarte, amar a una mujer…
-Eso nunca podré hacerlo -contestó, sin mirar al Conde.
-Claro que podrás. Sólo tienes que hacer esto por mí…Por nosotros, el Gobierno, tu Gobierno… Haznos ganar esta guerra, Dorgo. Y lo tendrás todo…
Dorgo acabó su copa y quedó un rato mirándola. El Conde hablaba demasiado. Él sólo quería una cosa.
-No quiero servir en ningún ejército. Ni que me salves de la horca. Al menos no hasta que haya zanjado un asunto…
-Entiendo… -el Conde le miró como si adivinara lo que estaba a punto de decir-. Quieres que yo te haga otro tipo de favor…
-Sí. Busco venganza. Quiero a cambio del Centinela, otra muerte más… Quiero que el Guardián de la Luna muera… Bajo mi espada.

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